por Carlos de Piérola
En el último año de primaria lo único que me podía distraer de los clásicos que jugábamos en los recreos en la cancha de fulbito eran las bombas de manjarblanco de la cafetería. Salían calientes, cubiertas de azúcar. Una delicia. Y eran un lujo, no algo que pudiera comprar todos los días.
Lo normal era llevar una lonchera (las típicas de canasta). En una época tocaba comida en termo (exacto al de la foto) con ese aroma inconfundible cuando lo abrías. Normalmente la base era arroz y huevo frito que se complementaba con papas fritas, bisté en tiras o hot dog.
En otros años llevaba sánguches: de huevo duro, de atún o de jamonada picada con mayonesa. (¿Alguien sigue haciendo mayonesa en su casa?). Adicionalmente podía incluir unas galletas Unión de naranja, chocolate o miel de caña. Nunca faltaba alguien que llevara huevo duro cuyo olor era inocultable.
En mi colegio había un legendario barquillero, Agustín, que tenía un puesto adentro. Un personaje muy querido a quien podías encontrar en octubre en toros y en verano en Ancón o en las noches acompañando a la barra del equipo de básket. Mis productos preferidos eran las papitas fritas en hojuelas (mucho mejores que las Chipy de la época) y el maní confitado. También ofrecía maní salado y, por supuesto, los etéreos y crujientes barquillos, entre otros.
Ya en quinto de media no llevaba lonchera y debía comprar algo en el kiosko. La señora ofrecía unos triples de primera con un pan pullman de masa fresca, flexible y ligeramente alveolada, que me hacía acordar al de la Tiendecita Blanca.